martes, 1 de marzo de 2011

Nadia Comaneci, eternamente perfecta

Nadie podía imaginar aquel 18 de julio de 1976 el espectáculo que una joven desconocida ofrecería hasta que se subió a las barras asimétricas. En ese instante Nadia Comaneci se convirtió en la gimnasta favorita de todos los amantes de dicho deporte, un papel que, al comenzar los Juegos Olímpicos de Montreal, había tenido Lyudmila  Turishcheva, pentacampeona de Europa. El público tuvo que contener sus aplausos debido al asombro y al miedo de romper la concentración de aquella joven gimnasta que efectuaba maniobras hasta la fecha inimaginables sin esfuerzo.

La prueba concluyó con un salto en el que voló por los aires para acabar clavada en el suelo sin moverse ni un milímetro. Los marcadores electrónicos, debido a las limitaciones en los dígitos, fueron incapaces de hacerle justicia al mostrar la puntuación perfecta separada por una coma y marcando un 1,00. Aún así la joven rumana, de metro y medio de altura vistiendo leotardo blanco con bandas rojas, el número 73 a la espalda y un flequillo casualmente separado por la mitad alcanzaba la inmortalidad en medio de un multitudinario aplauso. Nadia Comaneci había conseguido el primer “diez” en la historia de la gimnasia.

Nadia obtendría en dichas Olimpiadas seis dieces más (tres por equipos, dos en el absoluto individual y otros dos en las finales de paralelas y barras). Un sueño para el común de los mortales pero normal para ella gracias al entrenamiento recibido.

Nacida el 12 de noviembre de 1961 en Onesti, despertó el interés de Bela Karolyi, entrenador del equipo de gimnasia nacional de Rumania, cuando la vio en el patio de la escuela haciendo piruetas con seis años. Era un diamante en bruto que no dudaron en pulir. Rápidamente pasó a formar parte del equipo juvenil rumano con entrenamientos de tres horas diarias. A pesar de la severidad, la joven gimnasta sabía que para triunfar había que trabajar duro. Una lección que aprendió de su padre cuando cada día llegaba, sin muestra de cansancio en su rostro, del taller en donde trabajaba como mecánico, después de haber andado una hora y media.

Pronto demostró que sus entrenadores no se habían equivocado. En 1970 ganó el campeonato nacional juvenil. A este triunfo le seguirían otros hasta 1975 cuando obtuvo sus primeros logros a nivel internacional como fueron las tres medallas de oro y una de plata en el Campeonato Europeo de Gimnasia de Skien.

Pero el año de Nadia fue 1976 durante las Olimpiadas de Montreal donde logró el primer “diez” de la gimnasia gracias a ejercicios prácticamente imposibles que ella realizaba, haciendo honor a su padre, sin mostrar esfuerzo en su rostro. Sus actuaciones le permitieron lograr hasta tres medallas de oro -Concurso general, Barra de equilibrio y Barras asimétricas-, una de plata en Competencia por equipos y otra de bronce en Suelo.

Además en su regreso a Rumania, por ser la primera rumana en lograr una medalla olímpica, fue la persona más joven en ser nombrada  “Heroína socialista del trabajo”.

Su palmarés sería ampliado durante los Juegos Olímpicos de Moscú con dos medallas de oro -Barra de equilibrio y Suelo- y dos de plata en Competencia por equipos y en Concurso general, y en los Juegos Olímpicos Universitarios en Rumania al ganar cinco oros. Esta sería la última competición en la que participase ya que, como toda estrella, Nadia Comaneci también tuvo su ocaso.

En 1981, Bela y Marta Karolyi, a quienes Nadia consideraba como sus segundos padres, huyeron del Telón de Acero aprovechando una gira por el extranjero y tuvo graves secuelas para la gimnasta. La peor fue la férrea vigilancia a la que fue sometida por el dictador, Nicolae Ceaucesco, ante el temor de que también desertara lo mejor que tenía Rumania. El control al que fue sometida incluía la revisión de su correspondencia, teléfonos pinchados y la prohibición de salir del país para competir. Esta situación, sumada a años irregulares de competición y la infección en una de sus manos, la obligaron a retirarse de las competiciones con 22 años y trabajar como profesora de educación física y entrenadora de un equipo juvenil de gimnasia. Pero siempre tenía una sonrisa en la cara que nada tenía que ver con el tormento que vivía y al que le pondría fin en 1989 cuando conoció a Constantin Panait, político rumano y su billete hacia la libertad.

La fuga del Telón de Acero fue el 27 de noviembre. Esa noche a pocos kilómetros de la frontera con Hungría se bajaron de un Audi Nadia y otras cinco personas. Al volante iba Constantin, el único con pasaporte extranjero y quien esperaría a Nadia al otro lado de la frontera. Durante seis horas la gimnasta corrió por el campo, esquivando charcos y saltando obstáculos con el miedo como compañía y el ladrido de los perros de fondo. Finalmente llegó a Hungría pero le aguardó una desagradable sorpresa.

Nadia se había equivocado de camino y estaba sola y con la policía haciéndole preguntas. Pero el destino le permitió concluir bien esta aventura. Los documentos que llevaba la identificaban como Nadia Kemenes, apellido materno y de origen húngaro. Esto hizo que los guardias creyesen la historia de que estaba paseando con sus amigos y se había perdido. Durante unas horas Nadia Comaneci, la gimnasta que lo había tenido todo, dejó de existir, y sin embargo fueron sus momentos más felices ya que alcanzó la ansiada libertad.

Mucho tiempo ha pasado desde esa época oscura, recogida en su autobiografía (Cartas a una gimnasta joven). Con 49 años Nadia ha encontrado la felicidad en Norman, Estados Unidos, junto al gimnasta norteamericano Bart Conner con quien está casada desde 1996 y embarcada en un nuevo reto: cuidar de su hijo. Además ha sido galardonada como una de las atletas de mayor influencia en el siglo XX, dejó sus huellas en el “Gymnastics Hall of Fame” y fue nombrada la mejor atleta femenina de todos los tiempos.
Títulos innecesarios para recordar a esta gimnasta que permanecerá eternamente ligada a la Historia como esa niña de 14 años demostrando en Montreal que la perfección solamente se alcanza con esfuerzo y sacrificio.

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